Viernes, sexta semana de Pascua
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Juan 16,20-23a
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Os aseguro que lloraréis y
os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros
estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría.
La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su
hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la
alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora
sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y
nadie os quitará vuestra alegría. Ese día no me preguntaréis nada."
MEDITACIÓN ESCRITA
En mi trabajo pastoral he tenido la gracia de acercarme a muchas
personas, a muchas realidades, unas alegres, otras no tanto. Y en esta
experiencia he comprendido que, por más que se quiera convencer a
alguien del amor que Dios le tiene, esto es imposible si esa misma
persona no quiebra sus fortalezas y seguridades y se abandona en las
manos de Dios.
De nada sirve que se le diga a alguien que Dios calmará sus penas, sanará sus heridas y consolará su llanto, si esa persona no recorre, por sí misma, el camino de gracia que destruye las lógicas humanas, transforma mentalidades y renueva la existencia.
Digo esto porque me parece que, el evangelio de hoy nos trae una de las realidades más incomprendidas y difíciles de la vida de fe. Ya lo hemos mencionado antes, se supone que quién busca a Dios debería encontrar consuelo más que llanto, por lo cual es supremamente difícil entender por qué motivos acercarse a Dios, creer en su Palabra, practicar sus principios, tenga que convertirse en un tormento. Ciertamente está la promesa de la alegría futura pero, en ocasiones, eso no consuela lo suficiente.
Sin embargo, creo que aquí es donde los más pequeños, los sencillos, nos enseñan y nos dan lecciones vitales que aveces, por más estudios que tengamos, no alcanzamos a imaginar.
Me acuerdo ahora de aquella experiencia de un sacerdote que fue solicitado para que ungiera a un niño que tenía una enfermedad mortal.
Dice la historia que el sacerdote, al salir de su casa, iba discutiendo con Dios, reclamándole, preguntándole por qué tenía que ser tan injusto, por qué darle una enfermedad así a una inocente criatura que apenas comenzaba la vida. Al final, el sacerdote le decía a Dios: y no me pidas que diga nada, no voy a hablar de esperanza, no voy a hablar de tu paz, en fin me quedaré callado delante de ese niño para que sepas que me pareces muy injusto.
Después de esa discusión con Dios, el sacerdote llegó a la clínica y entró a la habitación donde estaba el niño y magna sorpresa la que se llevó: al niño lo llevaban las enfermeras de urgencia porque había tenido una complicación, sin embargo, en cuanto vio al sacerdote dio un salto, se tiró de la camilla y corrió a abrazarlo; sus ojos brillaban, su corazón latía fuertemente y sus lágrimas caían.
Al fin, cuando ya pudo calmarse le dijo al sacerdote: gracias, yo sabía que Dios no me iba a dejar sólo y que iba a enviar a uno de sus mejores discípulos a estar conmigo; gracias porque ahora entiendo que Dios sólo quería que tuviera paciencia, que estuviera en paz porque su amor nunca cambia.
Ahora entiendo que esta enfermedad es lo mejor que me ha pasado, porque he podido entender que Dios me ama tanto que lo trajo a usted para que me bendiga y me recuerde que Él nunca me abandonará.
El sacerdote no pudo evitar derramar sus lágrimas. Abrazó al niño y le dijo: tu eres el mejor testigo de que Dios me ha llamado para obrar en mi y pedirme que le deje hacer su voluntad.
Perdonen que me haya extendido con esta historia pero creo que puede servirnos para recordar, como nos anuncia el evangelio de hoy, que en medios de los múltiples problemas que la vida nos da, que en medio de las frustraciones, caídas y sinsabores de nuestra cotidianidad, hay un Dios que nos ama, y que no permitirá que nuestras vida pierda el sentido; que no nos dejará en la pena y nos brindará siempre la oportunidad de comenzar otra vez.
"Llorarán y se lamentarán, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría". Esa es la gran noticia de Jesús, con la cual concluimos esta maravillosa semana de meditación. Que esa sea, pues, la esperanza de todos los que hemos venido compartiendo estas reflexiones.
Dios mío, derrama tu bendición abundante sobre todos aquellos que hoy, leyendo estas palabras, encuentran una luz para sus vidas. Amén.
De nada sirve que se le diga a alguien que Dios calmará sus penas, sanará sus heridas y consolará su llanto, si esa persona no recorre, por sí misma, el camino de gracia que destruye las lógicas humanas, transforma mentalidades y renueva la existencia.
Digo esto porque me parece que, el evangelio de hoy nos trae una de las realidades más incomprendidas y difíciles de la vida de fe. Ya lo hemos mencionado antes, se supone que quién busca a Dios debería encontrar consuelo más que llanto, por lo cual es supremamente difícil entender por qué motivos acercarse a Dios, creer en su Palabra, practicar sus principios, tenga que convertirse en un tormento. Ciertamente está la promesa de la alegría futura pero, en ocasiones, eso no consuela lo suficiente.
Sin embargo, creo que aquí es donde los más pequeños, los sencillos, nos enseñan y nos dan lecciones vitales que aveces, por más estudios que tengamos, no alcanzamos a imaginar.
Me acuerdo ahora de aquella experiencia de un sacerdote que fue solicitado para que ungiera a un niño que tenía una enfermedad mortal.
Dice la historia que el sacerdote, al salir de su casa, iba discutiendo con Dios, reclamándole, preguntándole por qué tenía que ser tan injusto, por qué darle una enfermedad así a una inocente criatura que apenas comenzaba la vida. Al final, el sacerdote le decía a Dios: y no me pidas que diga nada, no voy a hablar de esperanza, no voy a hablar de tu paz, en fin me quedaré callado delante de ese niño para que sepas que me pareces muy injusto.
Después de esa discusión con Dios, el sacerdote llegó a la clínica y entró a la habitación donde estaba el niño y magna sorpresa la que se llevó: al niño lo llevaban las enfermeras de urgencia porque había tenido una complicación, sin embargo, en cuanto vio al sacerdote dio un salto, se tiró de la camilla y corrió a abrazarlo; sus ojos brillaban, su corazón latía fuertemente y sus lágrimas caían.
Al fin, cuando ya pudo calmarse le dijo al sacerdote: gracias, yo sabía que Dios no me iba a dejar sólo y que iba a enviar a uno de sus mejores discípulos a estar conmigo; gracias porque ahora entiendo que Dios sólo quería que tuviera paciencia, que estuviera en paz porque su amor nunca cambia.
Ahora entiendo que esta enfermedad es lo mejor que me ha pasado, porque he podido entender que Dios me ama tanto que lo trajo a usted para que me bendiga y me recuerde que Él nunca me abandonará.
El sacerdote no pudo evitar derramar sus lágrimas. Abrazó al niño y le dijo: tu eres el mejor testigo de que Dios me ha llamado para obrar en mi y pedirme que le deje hacer su voluntad.
Perdonen que me haya extendido con esta historia pero creo que puede servirnos para recordar, como nos anuncia el evangelio de hoy, que en medios de los múltiples problemas que la vida nos da, que en medio de las frustraciones, caídas y sinsabores de nuestra cotidianidad, hay un Dios que nos ama, y que no permitirá que nuestras vida pierda el sentido; que no nos dejará en la pena y nos brindará siempre la oportunidad de comenzar otra vez.
"Llorarán y se lamentarán, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría". Esa es la gran noticia de Jesús, con la cual concluimos esta maravillosa semana de meditación. Que esa sea, pues, la esperanza de todos los que hemos venido compartiendo estas reflexiones.
Dios mío, derrama tu bendición abundante sobre todos aquellos que hoy, leyendo estas palabras, encuentran una luz para sus vidas. Amén.
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